Aproximadamente, cuando a una mamá se le van retirando los cachorros para dar en adopción y al final sólo queda ella, los siguientes diez días son duros, muy duros. En esos días, ella los llama. Hasta que deja de hacerlo. No creo que los olvide, pero da por hecho que ya no estarán.
Lila, es una gata de dos años, callejera. Mantenía las distancias conmigo, hasta que la capturé para esterilizar y la devolví a la calle. Todo cambió. Se acercaba más, se tiraba por el suelo y daba vueltas, se rozaba. Finalmente, aparecía con su cachorro, Jaguet, de 4 meses en aquel entonces. Se podría decir que me lo presentó. Estaba completamente resfriado, estornudaba y no respiraba bien. Decidí acogerlo. Al llegar a casa fue duro para él. Llamaba a su mamá. Así estuvo una semana. Cuando se recuperó del todo, desparasitado y limpio, cogí a su madre. Lila tardó más tiempo en adaptarse a casa. Incluso estuve a punto de devolverla a la calle (agradezco cada día que paso con ella no haberlo hecho). 15 días duros de asomarse por las noches a los ventanales y maullar, pese a tener a su pequeño a su lado. Ese encuentro no fue agradable. Daba la sensación que no lo reconocía porque no le hacía ni caso. En cambio el pequeño quería un roce con su mami que no llegaba. La reconciliación mutua llegó al superar ella el período de adaptación. Están juntos en casa y Lila lame al pequeño en muchas ocasiones, duermen juntos y se esconden juntos. Lila está integrada conmigo, siempre busca mis roces y mis caricias y me llama. Se acuesta encima mía. Pasó un infierno, debido a parásitos intestinales que le producían diarreas continuas. Está perfecta ahora y es muy buena; jamás pensé que una gata callejera llegara a querer tanto a un ser humano consiguiendo salvarse ella y salvar a su pequeño de una vida sin futuro agradable.
Lola, qué decir, es mayor, unos 16 años, gata atigrada que decidí adoptar con la llegada de la pandemia porque nadie alimentaba. Tras varias caricias y comida diaria, la capturé. Extraño de tantos años y no tener ninguna enfermedad. Se adaptó muy rápido. Necesita su espacio, no da ningún problema. A los nueve meses de estar conmigo, los vecinos me dicen que tiene una hija que siempre iba con ella por la calle, de unos siete años de edad (también sabe lo que es tener crías y quedarse sin ninguna). Comencé a establecer contacto con la hija, Lolita. Al final, al año justo, la capturé. Pero Lolita no reconoce a la madre para nada, se está adaptando muy lentamente. Lola no la reconoce para nada. Ha pasado un año desde que dejaron de verse y ahora juntas son dos desconocidas. Quizá necesiten tiempo.
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